viernes, 13 de enero de 2017


Y es que me encanta cuando vuelves después de una semana esperándote. Cuando llegas a la estación y ya estamos sonriendo desde que cruzamos las miradas por las escaleras y aprovechamos para besarnos y abrazarnos con la mirada. 
Qué bonito es sentirte y que mi cuerpo tiemble literalmente. Porque te ha echado de menos. Porque te he echado de menos. Porque reconoce tu tacto y se estremece. Y me estremece tu deseo. Porque nos acariciamos como si hubieran sido cuatro meses y mil días los que nos han separado. Entonces nos dejamos llevar por los mordiscos por todo el cuerpo y sus electrones. Y nos convertimos en casi víctimas de aquello que algunos llaman amor y confunden con el sexo. Y nos desnudamos sin preguntar, sin hablar, sin pensar, como lobos en celo. Gemimos y nos comunicamos en un idioma que sólo entiende el diablo. Y me miras con las mejillas encendidas, desde abajo, desde arriba, desde atrás, desde cualquier perspectiva, en cualquier postura, con los ojos inundados de vicio. 
Y yo me quedo atrapada en tus pupilas. En tu aliento. En ese baile en el que yo soy tu vela y tú eres el viento. En tu espalda. En ti.
Nos queremos con tanta pasión, que al terminar parece que acabamos de pelearnos y por ello nos reconciliamos abrazándonos, cobijándonos como un bebe inocente de toda la lujuria acumulada. Como si hubiésemos vuelto a nacer. Después de. Yo solo puedo mirarte y rozarte la frente con mis dedos, con el corazón saliéndome del pecho, pero con la certeza que tú seguirás dentro.